El camino hacia mi diagnóstico

Se tarda de media entre 6 y 10 años en diagnosticar el trastorno bipolar. Una barbaridad de tiempo considerando lo duro que es vivir con esta condición, no solo para quienes la tenemos, sino también para quienes nos rodean.
En mi caso, creo que se despertó con mis 40 años. Si antes estuvo ahí, debió ser de forma atenuada y funcional, porque, salvo una depresión importante a los 19, nunca había tenido episodios notables. Mirando hacia atrás, mi carrera estuvo marcada por trabajos que conllevaban muchos altibajos, proyectos intensos que exigían una entrega total y luego períodos de pausa o incertidumbre. En ese contexto, los cambios de energía y estado de ánimo podían pasar por algo circunstancial, una respuesta natural a la presión del trabajo y no como un patrón asociado a un trastorno.
Todo comenzó con una hipomanía disfrazada de funcionalidad. Nadie a mi alrededor lo percibió como un problema. Surgió tras un evento muy importante que puso mi vida patas arriba. Luego vino la caída: una depresión mayor. Fue entonces cuando fui al psiquiatra y entendí que algo no estaba bien. No reconocía a la persona que había sido en los meses anteriores: las decisiones que tomaba, lo que gastaba… Me había arruinado.
Había emprendido de manera impulsiva, gastando más de lo que jamás había invertido en mis empresas. Hice una apuesta enorme en un documental gastronómico, un proyecto ambicioso que quedó a medias cuando el dinero se agotó. En ese momento, simplemente lo abandoné porque ya no podía continuarlo. Ahora, años después, lo estoy retomando y terminando, como parte de mi terapia. Pero en aquel entonces, era solo otro testimonio del caos que dejó mi episodio maníaco.
En esa etapa, los gastos eran grandes, pero aún tenían cierta lógica dentro de mi personalidad.
El psiquiatra me trató una depresión unipolar, un error demasiado común y peligroso en estos casos porque los antidepresivos, en lugar de ayudar, pueden desencadenar una manía. Y en mi caso, no falló.
Leyendo el prospecto (yo siempre los leo, como las instrucciones de uso de las cosas...), vi que estaban contraindicados para el trastorno bipolar. Pero en ese momento, yo ni siquiera sabía qué era eso.
Durante la depresión, recuerdo la fatiga extrema, la lentitud, la incapacidad para hacer cualquier cosa, hablar, incluso cocinar para mi hija. Las dos primeras semanas con antidepresivos fueron una tortura: pesadillas, pérdida de apetito, rechazo total a la comida.
Poco a poco mejoré. Me forcé a levantarme cada día, a ducharme. Mi pareja de entonces me hizo responsable de nuestro perro, obligándome a sacarlo a diario. Era su manera de ayudarme a salir adelante. Cuando mi hija volvió a casa tras dos semanas, me dejó sola con ella. No me sentía capaz, pero lo fui. Y así, poco a poco, salí de ahí.
Me reincorporé al mercado laboral con un puesto inferior al que tenía 25 años antes, con menos responsabilidades. Pero al empezar, me activé. Trabajaba de manera obsesiva, apenas comía, sentía que podía con todo. Mi pareja intentaba frenarme, me decía que no era normal entregarse tanto al trabajo, pero yo me sentía resucitar. Recuperaba mis capacidades, mi energía, mi propósito.
En junio pedí reducir los antidepresivos, pero el psiquiatra me dijo que me veía bien, que siguiéramos igual y que nos veríamos en octubre. A finales de ese mes, me fui a trabajar a Portugal, encargándome de una residencia de estudiantes y de muchas más cosas. Ahí ya estaba en manía. Dormía dos horas por noche y me despertaba sintiéndome fresca y llena de energía. Lo veía como una ventaja, una prueba de que podía con todo. Lo que yo todavía no sabía es que la falta de sueño es uno de los síntomas más claros del trastorno bipolar. Veía todo, estaba en todo. Era la fixer, la que resolvía todo.
A la vuelta de Portugal, tenía un viaje a Chicago. Para dormir mejor, solía fumar CBD. Nunca había sido fan de la marihuana, pero el CBD me ayudaba. En Chicago, pregunté si podía conseguirlo. Mi compañera, con la mejor intención, me trajo algo "legal". Nunca antes la marihuana me había afectado. Me creía inmune a sus efectos, hasta ese día.
Di dos caladas a un porro y, de repente, tuve una revelación espiritual. El cannabis, como se verá más adelante, es kriptonita para las personas con trastorno bipolar.
Todo tenía sentido. Entendí por qué había nacido, cuál era mi misión en este mundo. Me volví médium. Sentía cosas poderosas. A partir de ahí, me embarqué en una misión para "rehumanizar el planeta". Empecé una vuelta al mundo, quemando cartuchos financieros y personales a una velocidad de vértigo.
En esta fase, los gastos ya no tenían ninguna lógica. Pedí un crédito de 50.000 € en cuestión de minutos. Me tatué cuatro veces, cuando jamás en mi vida había querido un tatuaje. Me involucré en relaciones y situaciones de riesgo. Todo era extremo, urgente, incontrolable.
Lo que yo tampoco sabía en ese momento es que los gastos impulsivos son otro síntoma claro del trastorno bipolar. En un episodio de manía, la sensación de grandiosidad y urgencia hace que se tomen decisiones financieras sin ninguna consideración por las consecuencias. No es solo gastar más de lo habitual, es la imposibilidad de ver el riesgo, la sensación de que todo es posible y que el dinero, de alguna manera, no se acabará nunca.
Hasta que un día, la burbuja estalló.
De repente, todo ese poder, esa claridad, desapareció. Me sentía vacía, desposeída. Me fui al último viaje que tenía programado antes de cancelar los demás. Dormí durante días, rodeada de personas benévolas. Pero en los días previos a mi regreso, no paraba de llorar. Sabía que tendría que enfrentarme a la realidad. A mi nueva realidad.
Había oído la palabra bipolaridad muchas veces durante mi episodio, pero en ese estado, podrían haberme dicho cualquier cosa. Lo único que importaba era lo bien que me sentía. Incluso llegué a decir:
"Si esto es lo que se siente cuando se tiene bipolaridad, entonces ¡Viva la bipolaridad!"
De hecho, cuando mi psiquiatra se dio cuenta e intentó tratarme, lo hizo sin darme el diagnóstico. Fui con mi madre a tres farmacias para buscar el tratamiento que me había mandado y no lo encontramos, así que pasé de seguir buscando o volver a verle.
A día de hoy, todavía me pregunto si habérmelo dicho habría cambiado algo o no... En cualquier caso, la bajada no se hizo esperar mucho.
Pero ahora, despierta de aquel sueño extraño, leí sobre el trastorno y esta vez sí lo entendí.
Mi ex, a quien dejé de la peor manera posible en plena manía, me ayudó a encontrar un psiquiatra especializado en trastorno bipolar, porque ya no quedaba ninguna duda sobre lo que me estaba pasando.
Y aquí es donde me doy cuenta de por qué el diagnóstico es tan difícil o se hace mal. La mayoría de las personas con trastorno bipolar acuden al psiquiatra cuando están en depresión, pero no en estado de euforia, salvo que sean ingresadas, lo que no fue mi caso. En ese momento, todo parece estar bien. Yo decía: "Nunca en mi vida me había sentido tan bien y tan alineada conmigo misma". Te sientes en tu mejor versión.
Pero esto también es una señal clara. Es de libro esta frase… y, sin embargo, pasa desapercibida. Justo ahí es cuando se toman decisiones que pueden arruinar vidas.
Le he dado muchas vueltas y creo que si un psiquiatra tiene dudas, sería útil que hablara con un familiar o alguien cercano. Sin conocer al paciente, el médico solo ve una versión de la persona, la que está frente a él en ese momento. Pero hay más versiones, y quienes han estado cerca pueden dar una perspectiva que el paciente, en su estado actual, quizá no pueda ver ni explicar.
El diagnóstico es el primer paso hacia la recuperación. Aceptarlo y ser parte activa de la solución es lo que marca la diferencia. Pero para eso, primero hay que ser consciente de la enfermedad. Si no lo eres, difícilmente buscarás ayuda o aceptarás un tratamiento.
Y ahí es donde, en algunos casos, el ingreso hospitalario puede ser necesario: porque cuando no eres consciente de lo que te está pasando, es difícil tomar decisiones por ti mismo.
En mi caso, creo que probablemente me habría causado un trauma, pero, al mismo tiempo, me habría salvado de muchas cosas que hoy lamento haber hecho. Y como comenté en un post anterior, he autorizado a personas cercanas a intervenir y llamar al 112 si alguna vez fuera necesario.
Compartiré la próxima vez mi experiencia con el proceso de duelo, porque sí, recibir este diagnóstico implica un duelo. Y entenderlo es clave para aprender a vivir con ello.
¿Cómo fue tu experiencia con este trastorno hasta llegar al diagnóstico?
Seas afectadx, familiar, amigx... Te leo.